Tengo un proyecto y, esa simple certeza, me
hace sentir vivo. Hay quién nunca entenderá la sensación de tener algo entre
manos, de no dedicar ni un minuto de tu tiempo hasta que lo terminas y,
entonces, sólo entonces, te permites relajarte y contemplar tu obra. Me
compadezco de esas personas aunque haya quién diga que no soy capaz de albergar
compasión en mi corazón; pero, fíjate, lo que las lágrimas de un niño recién
huérfano no consiguen, la imagen de una vida sin vivir, sin una meta que ver
cumplida, sí lo consigue. Es irónico. Ahora que lo pienso, también hay quién
dice de mí que amo la ironía; no es de extrañar, sin embargo, ya que todo el
mundo habla de mí. Aunque crean hablar de un qué y no de un quién. Pobres
tontos; prefieren pensar que les controla un ser inerte que uno vivo, a pesar
de que, por lo menos en mi opinión, no haya nada más ridículo que ser el
esclavo de un concepto inanimado.

Suspiro mientras trato de acomodarme mejor
en mi trono, aun a sabiendas de que, por falta de movimiento, me he quedado
pegado a él. En eso consiste mi mundo: una habitación cerrada, una silla y un
mapa en el suelo. Suficiente. Hago girar unas monedas relucientes entre mis
dedos a toda velocidad, hasta que se vuelven invisibles al ojo humano, y luego
las dejo caer sobre mis pies, en un pequeño punto del mapa llamado en honor a
la reina mitológica de Creta, si no recuerdo mal. Antiguamente, cuando todavía
podía levantarme de mi trono, dejaba caer las monedas de forma… digamos más
equitativa. Por aquel entonces yo todavía era un joven inocente y con ansias de
construir, que creía en las cualidades morales por encima de todo. Tanto es
así, que me pasaba meses repartiendo mis dones lo más justamente posible entre
todos los minúsculos puntos del mapa, fijándome en cada minúsculo hombre que lo
habitaba, llegando incluso a dañarme la vista. Como digo, era joven e inocente.

Sin embargo, junto a mi vecina Esperanza contemplé
con horror como, en muy poco tiempo, algunos hombres se apoderaban de lo que yo
les había legado a otros, enriqueciéndose a su costa. Pasados unos siglos, ya
no se podía hablar de hombres ricos y hombres pobres, sino de continentes. Mi
carácter, envilecido por todas las atrocidades que había contemplado, se fue
agriando pese a los esfuerzos de Esperanza, que aún creía en el hombre. Ella
fue quien inspiró, desde la sombra, la invención de este cantico del que sólo
recuerdo una estrofa:
Porque sus manos torpes y mortales
saben acariciar una mejilla,
tocar el violín, mover la pluma,
coger un pajarillo sin que muera,
creo en el hombre.
Nos distanciamos y mi actitud cambió; ¿o fue
al revés? Da igual. El caso es que decidí que, puestos a que los hombres desoyeran
mi ideal de justicia y se impusieran unos sobre otros, al menos podría
disfrutar un poco. ¡Qué se han creído ellos que pueden desobedecerme! Será como
jugar a uno de esos… ¿cómo los llaman? Esos juegos de estrategia que tanto les
gustan a los humanos en el siglo XXI. Durante unas centurias, fue divertido;
sin embargo, no me di cuenta de que aquello era como un veneno para mí,
conforme corrompía al hombre me corrompía a mí mismo, como la roya de las
rosas. ¿Mereció la pena? ¿Perder la inocencia, la moral y, por encima de todo,
a Esperanza? Como dice aquel proverbio humano, lo hecho hecho está; pienso
mientras lanzo otra moneda sobre Europa.
Sin embargo, antes de que llegue a tocar la
superficie rugosa del continente, una mano gruesa la caza al vuelo y la
envuelve en su puño.
-
Ya has disfrutado
bastante- trona una voz que, por alguna extraña razón, me hace encogerme de
miedo.- Tú, que al inicio de los tiempos recibiste el nombre de Justicia, no
has hecho justicia a tu legado ni a tu misión. Quedas despojado de ese nombre;
a partir de ahora, recibirás aquél que verdaderamente mereces por tus actos
cobardes y manipuladores. A partir de ahora, serás Dinero.
En cuanto desaparece su presencia
amenazadora, giro la cabeza hacia la puerta y entreveo la sombra de una mujer. Al
momento la reconozco:
-
¡Esperanza!
-
Ya no me llamo así,
pues ni yo misma conservo la esperanza –susurra, cabizbaja.- Desde este
momento, mi nombre es Desesperación.
Como podéis ver, todo el mundo habla de mí;
casi se podría decir que el mundo gira en torno a mí. El dinero mueve el mundo
y yo lo he llevado a la destrucción. Esa es mi obra, mejor dicho, mi anti-obra
maestra. Sin embargo, mi pregunta es: ¿ha destruido el dinero al hombre o ha
sido su propia avaricia la responsable? Lástima que ya no quede nadie con quien
compartir mis opiniones, nadie salvo Desesperación; pero nunca se me ha dado bien
nadar y menos en un charco de lágrimas. Vuelvo a hacer girar las monedas, de
todos los países, épocas y metales, entre los dedos a toda velocidad; tal y
como llevo haciendo desde hace 4.000 años y continuaré haciendo eternamente. Si
lo pienso detenidamente, no sé cuánto tiempo ha pasado desde aquello. Puede que
entre un pensamiento y otro hayan transcurrido siglos, o tan sólo un instante.
¿Qué os
ha parecido el relato? ¿Os ha gustado?
Recomiendo leer dos veces para ver como
las cosas cobran sentido al inicio una vez desvelado el misterio J